La cena está lista

—¡Ya estoy en casa!

Sam colgó la chaqueta en el perchero tras la puerta. A medida que caminaba por el pasillo hacia la cocina, un extraño olor le hacía arrugar la nariz con desagrado; parecía como si algo estuviera descomponiéndose allí.

—Lola, cariño… ¿A qué huele?

—¡Sam! No te oí entrar… —Su mujer tenía la cocina patas arriba. Había restos de comida en la encimera y utensilios tirados de cualquier manera en el fregadero, pero ella se veía contenta—. Estaba haciendo la cena. Huele rico, ¿verdad?

—Por supuesto… —Sam fue incapaz de negárselo, tan ilusionada como estaba.

La besó con dulzura en la mejilla al pasar por su lado, tratando de ver qué había en el horno, pero se distrajo con los rizos rubios que se le escapaban de la coleta.

—¿Dónde están los niños?

—Salieron temprano a merendar con los hijos de Sonia, la vecina. Han hecho un picnic en el parque, ¿sabes? Me han vuelto loca insistiéndome para que les diera permiso…

—¡Espera, espera! —la interrumpió Sam, espantado—. ¿De dónde has sacado ese pájaro muerto, Lola?

Lola volvió la mirada hacia el niño visiblemente molesta. Tras romperse la atmósfera, la casa volvía a no ser más que un cuadrado dibujado en la arena del patio.

—¿Qué quieres decir? Es tu cena, no un pájaro…

—En serio, no voy a jugar con un animal muerto —murmuró Sam apenado. Doblaba el labio inferior en un tierno gesto de tristeza—. Si lo encontraste, deberíamos enterrarlo…

Cuando la niña cruzó los brazos y dio una patada al suelo, él se encogió un poco.

—¡No se puede jugar contigo, Samuel! Le pones pegas a todo. Si tanta pena te da, ve a hacerlo tú.

Dicho aquello, Lola salió de la “casa” muy airada. Tras dirigirle una última mirada de reproche, se alejó en dirección a un grupo de niñas que jugaban a las palmas y enseguida pareció olvidarse de Sam.

Mientras, el niño se dedicó a recoger al pequeño animal entre sus manos. Le daba un poco de repelús pero sentía que estaba mal dejarlo ahí sin hacer nada; ya era bastante malo que se hubiera muerto…

En la zona del patio cercana a las aulas de los niños mayores, un grupo de naranjos cuajado de florecillas blancas proyectaba su sombra junto al muro. Sam se detuvo pensando que era un sitio ideal para descansar, así que al pajarito tendría que gustarle. Lo dejó a un lado mientras cavaba un agujero tan profundo como le permitieron las piedras que se escondían bajo la arena. Metió al animal allí para proceder a enterrarlo, clavando un palito después que señalaba la cabecera de la pequeña tumba.

En ese momento, otra sombra le cubrió.

—No deberías haberlo tocado, Sam… —La dulce voz de la señorita Virginia le sobresaltó, tan concentrado como estaba—. Pero es muy bonito lo que has hecho.

La mujer le sonreía amablemente a través de sus gafas de cristales marcados con huellas. A Sam le gustaban mucho sus ojos; era como si le hablaran sin necesidad de expresar nada con los labios. Cuando se portaba mal en clase y le regañaba, Sam la miraba a los ojos y le consolaba encontrar en ellos cariño a pesar de todo.

—Ve ahora mismo a lavarte las manos, jovencito, ¡y ni se te ocurra meterte los dedos en la boca o en los ojos!

Sam le devolvió la sonrisa con timidez. Asintió con la cabeza antes de murmurar un “ sí, seño” y salir corriendo hacia los baños.

Cuando volvió la vista hacia atrás, la seño estaba cortando flores de azahar para adornar el pequeño montículo de arena.

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